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lunes, 18 de agosto de 2014

Polaroid: Mandela tiene otras formas


Por las calles, los fines de semana, escuchas el picó estallando. La música anda por los rincones y la gente es como un montón de hormigas de colores que huelen a alcohol. Las calles se vuelven espacios de convergencia de un mundo alterno que, durante la semana, anda por los bordes. Es una euforia colectiva que nos toca a todos.  En el billar se reúnen.  Van llegando y armando grupos, van apostando. Las victorias se miden en plata y en cervezas. Como si el dinero fuera una necesidad pasajera y el alcohol un regalo de los dioses, cualesquiera que estos sean.

Todo termina en la esquina. El cruce necesario para llegar a la carretera principal. Una ruta de tierra amarrilla que se desmorona por los costados. Una línea recta con baches en el trayecto, que va surcando el espacio y descubriendo las entrañas de un barrio que se vive en los límites. Justo allí, en esa esquina,  estaba la vaca que nos miraba con su cara torcida. El pintor había fallado en su perspectiva, logrando crear un efecto extraño. La vaca tenía los ojos mirando hacia el frente y el hocico a la izquierda. Si la mirabas fijamente, algo en ella no te cuadraba. Te daba la impresión de no estar tan bien hecha. El artista callejero del barrio, en un ataque de creatividad, intentó innovar. El resultado fue aquella figura deforme que miraba a todos los que se paraban en la esquina. 




En esa esquina la multitud de motos siempre miraban, paso a paso, cómo alguien se acercaba. A la expectativa de una respuesta todos los mototaxistas movían la cabeza como preguntando “¿Pa´ dónde?”.  Era una invitación a subir con ellos, a negociar el precio de la carrera. Era parte de la rutina, solo mirabas a alguno, afirmabas y subías a la moto.

Desde el puesto trasero, lograbas ver la tienda, la esquina con su vaca deforme, y al cachaco de la tienda, alto y delgado, con sombras alrededor de sus ojos. Su andar pausado, en contraste con la gente que estaba apurada por comprar algo. Quizás muchos estaban  fiando, pero eso solo lo sabía quién estaba a su lado, cuando lo veía sacar el cartón donde apuntaban lo que debían. El cachaco solía mirar con los ojos apagados y renegar por la vaca y por el momento en que llegarían a borrar ese animal tan feo. Un día, al llegar a la esquina, ya no estaba la vaca ni el cachaco.

***

El billar fue de tablas. Tablas de colores. Tenía un letrero grande con el nombre “Los Cerveceros” que había pintado el único artista callejero de esa época en el barrio. Las tablas eran pequeñas y las paredes tenían ranuras por donde la gente se asomaba. Era una suerte de club. Por las noches se llenaba, los hombres se reunían a jugar y apostaban cervezas. Como en ese entonces el ejército se metía sin avisar y hacia redadas, no dejaban entrar menores.

Pero el ojo curioso siempre veía a través de las tablas y luego, se iba asomando por las puertas para ir aprendiendo. En las mañanas entraban y ensayaban entre ellos, mientras el dueño del billar y su ayudante acomodaban las cosas. Esos pelaos eran la generación que se preparaba para heredar el club.  Se las ingeniaban para ir a uno de los billares más alejados a jugar entre ellos. Cuando el ejército aparecía, el desfile de cuerpos saltando cercas era caótico. Ninguno quería terminar prestando el servicio militar.

A ratos sonaban los celulares en las casas y eran ellos, los pelaos, llorando porque los habían cogido y los tenían en un camión con un destino incierto. Las madres, luego de colgar, se ponían las sandalias y salían al rescate. Al poco tiempo regresaban, delante de la madres, con sus caras de arrepentidos. Pero volvían, se asomaban por las ranuras, entraban en el billar alejado y saltaban las cercas vecinas.

En los patios veías a los niños armando billares en versión maqueta. Tomaban una tabla rectangular, la forraban con un paño verde y encerraban todo en un marco de madera. Luego, perforaban los puntos en donde debían estar los huecos. Le agregaban al marco una capa de caucho de neumático para que la bola rebotara. Con ese sofisticado diseño lograban desarrollar sus habilidades  usando tacos hechos de la rama de algún árbol y con bolitas de uña. Entrenaban a escala.

Un día llegó el campeonato de billar. Cerveza Aguila y Pilsen lo patrocinaron. Se inscribieron los más seguros en su juego. Le dieron suéteres a cada participante. Empezó el torneo y poco a poco fueron saliendo los menos hábiles. Un muchacho, uno joven, heredero reciente del club se alzó con la victoria. Desde entonces se ha seguido realizando. Y el billar ha ido cambiando como cambia todo en ese pedazo de territorio. El polvo y el barro siguen intactos, pero el billar se volvió de cemento, sólido, caluroso. Y la gente sigue jugando, apostando y en un viraje de su suerte, perdiendo hasta una caja de cervezas.

***

Un jueves santo la gente se sienta en la terraza y empieza a jugar cartas. Las calles son como desiertos urbanos, todos huyen del sol que se asoma por los cables de las torres, y en ese mismo instante empieza el Bingo. El bingo es, por decirlo de alguna forma, una fiesta en torno a la suerte. B1 y la gente corre a verificar si en su cartón tienen esa posición. Todos lo hacen, todos guardan la esperanza de ganarse el premio que se está jugando. Hasta que, luego de cierto rato, alguien grita: ¡bingo! Y la angustia tiene un nuevo origen, una nueva forma.

Luego de la partida, la música empieza a sonar. Marc Anthony y su Rosa Pálida. Silvestre y su vallenato. Y el turno llega para la champeta. Hay algo en el ambiente que predice que esto apenas comienza. Es como si la gente supiera que no puede terminar así esa fiesta. G54, juegan a cartón lleno, y la gente grita <<¡¡muevan esas bolas!!>>. Un par niños atraviesan el espacio y tropiezan el tablero en el que reposan las balotas que ya han sido nombradas.

¿Dónde están las maes de estos pelaitos?, se escucha. La gente mira a todos lados, no hay respuesta. A veces, los niños parecen hijos de la calle, con el polvo en las piernas. Niños que van corriendo por entre la gente, que se tropiezan y caen, reaccionando ante la voz que surge desde alguna casa. Una mujer aparece y se lleva a uno de los implicados. El juego continúa. I-25. ¿Nadie canta Bingo?

La noche va cayendo por entre los cables, las torres son como titanes que sostienen el cielo. Llega el momento, lo recuerdo bien, convocan a un concurso de baile. La gente hace una ronda para ver a las parejas que decidieron bailar. Empieza la música y los cuerpos se desarman. Las piernas saltan, los brazos son como cuerdas, las caderas giran, se agachan y un pie termina en la nalga de la muchacha, mientras ella baja y sube, ríe, suda, y se desarma. La champeta lo llena todo.


Los cuerpos son música. Por eso unos niños a lo lejos empiezan a bailar. No es casualidad. Ellos aprendieron viendo y logran imitar con gran habilidad a sus mayores. El baile se vuelve un lenguaje común, a través del cual, ellos nos cuenta cómo resisten. Y con cada nueva canción se reinventan. Los niños se llenan de más tierra y la gente mayor se entrelaza. El Míster Black está sonando. Las parejas compiten, quedan solo dos. Al final, la ronda cede. El calor los lleva a dispersarse y una vez más empieza: B1, una nueva partida, una forma para la angustia.  

Por: Márquez

7 comentarios:

an_dario dijo...

Sentí leer este escrito con voz de documental de Discovery Channel. EXCELENTE!

Pajaro dijo...

Me gustó la manera en que lo escribiste, hiciste algo que no fuera lineal, pero que manejara el mismo ritmo de la crónica. Bueno, muy bueno. :D

Yolanda Castaño dijo...

Me gusto, artículo lleno de emoción, genial en redacción.

Liz Andrea dijo...

Señor Márquez, usted está perdiendo plata y punto.

Daniel Afanador dijo...

Muy bien, Julio. Lo leí para darle el Feedback en la comunidad. Chévere que siempre haya tenido su propio estilo. Eso es lo más difícil de conseguir :)

Diana Garcés dijo...

Genial los relatos, la creatividad y el siempre mantenerte en espera de qué va a pasar... Súper :)

Márquez_JD dijo...

Felicitaciones Márquez!! Al empezarla, supe que no podia dejarla así, debía terminarla!! Excelente!!