Mandela me asusta. Mandela me
alegra. Mandela huele a marihuana por las noches y a revoltillo de huevo en las
mañanas. Sube una buseta de sierrita llena hasta el tope y baja una que se
ladea por el peso. No es realismo mágico, ni un cuento que me contaron, es el
barrio en el que crecí. O bueno, en el que me tocó crecer. Llegamos una noche,
lo recuerdo bien. Pegaron las últimas tablas y nosotros fuimos llevando lo que
faltaba en una carretilla improvisada. Esa noche dormidos todos juntos en una
cama o en el suelo, no lo sé con precisión. Pero fue una noche mágica. Por
primera vez dormíamos en una casa que sabíamos nuestra. Desde la cerca hasta el
último rincón del patio era de nosotros.
Aquella casa se convirtió en un
cuartel para una mujer de 1.58 y cuatro hombrecitos que jugaban a ser
autosuficientes. Las lluvias nunca han sido compasivas y nunca lo serán. En esa
misma casa, el invierno nos enseñó que es mejor tener los zapatos levantados y
que el suelo de tierra cambia de textura cuando una corriente de agua se abre
paso por él. Mi mamá corría detrás de los zapatos, mientras mi hermano mayor
con un pico intentaba desviar el cauce del agua. Nos volvimos anfibios.
Yo recuerdo las noches, la
oscuridad interrumpida por los rayos de luz que entraba por las rendijas. Era
como poder adivinar qué había en la oscuridad. Era sospechar que una bruja
caminaba sobre el techo.